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La viruela del mono se cobra en España la primera vÃctima en toda Europa
Con las primeras luces del alba, Estela seleccionaba minuciosamente la pluma azul (tenÃa más de una treintena, todas del mismo color) que, junto a su cuaderno de tapas decoradas con ilustraciones en colores ocres, la acompañarÃan el resto del dÃa. Azules y ocres, colores que le hacÃan sentir más cercanas las puestas de sol de su Cuba natal.
Ambos, pluma y cuaderno, los colocaba en el interior del bolso de playa que colgaba en la percha de la entrada y que usaba a diario, siempre que el tiempo no se lo impidiese. Las plumas las guardaba en el primer cajón de la cómoda de su dormitorio. Lo habÃa tapizado con terciopelo en gris perla, para que todos y cada uno de los detalles de su extensa colección resaltaran a simple vista, y asà poder decidir de una forma más sencilla cuál serÃa su fiel compañera cada jornada.
El ritual de todas las mañanas continuaba en la ducha, donde el aroma dulce y chispeante de la mandarina se atrincheraba en el baño. Con el agua, su anillada melena se alisaba y llegaba a rozarle el final de la espalda. Pero después de secarse, se replegaba y se quedaba a mitad de camino.
Una vez que se vestÃa con el bañador y el caftán, desayunaba en el cenador del jardÃn, observando el intenso horizonte sobre el océano y pensando en todo lo que dejó tras la lejana lÃnea azul.
Después se colocaba el bolso en el hombro y bajaba por las escaleras de madera a la cala que tenÃa justo debajo de su casa. Y sentada frente al mar, con la pluma elegida en la mano y el cuaderno en su regazo, se disponÃa a terminar su última obra. Una novela de terror que narraba un episodio de su vida que jamás contó a nadie porque su voz se perdió aquella trágica noche.
Ese dÃa fue el primero y el último que pasó en La Habana con su marido después de la boda. Llegaron a la isla para preparar una fiesta en su ciudad y celebrar su casamiento rodeada de todos los familiares y amigos que no pudieron asistir al de España. Aunque el destino, a veces, es demasiado cruel con algunas personas…
«Gilda, acurrucada en el suelo, temblando y con la cara descompuesta por el pánico, seguÃa inmóvil en la escena del crimen. Las lágrimas, el sudor y la orina se mezclaron y resbalaron por su oscura piel, terminando su periplo en un charco bajo su escuálida constitución.
El humo del cigarro que ella misma habÃa tirado sin apagar, tan solo unos minutos antes, se contorneaba frente a ella, y a su alrededor, un amasijo de cuerpos sanguinolentos con los ojos desencajados y las extremidades desperdigadas por la estancia, transformaron el lugar en un escenario terrorÃfico al más puro estilo de Quentin Tarantino. Algunos emitÃan quejidos de dolor y de desesperación; otros, angustiosas respiraciones de asfixia y, la gran mayorÃa, se encontraban sin vida.
De pronto, una mano se posó sobre la suya apretándola con fuerza. Era la de su marido que agonizaba a su espalda. Gilda, giró la cabeza y vio cómo él le regalaba su última sonrisa.»
Después de leerlo tres veces seguidas, cerró de un fuerte golpe el cuaderno y sus ojos vomitaron todo el dolor de su interior. Siempre se paraba en este mismo punto, incapaz de continuar. TenÃa escrito el resto del libro, pero esta última parte no conseguÃa terminarla. Llevaba muchos años de su vida estancada en ese capÃtulo incompleto. Pero aquel dÃa, alguien regresarÃa del pasado para ayudarla a cerrarlo.
Se secó las lágrimas con la toalla, guardó los artes de escritura y se dio un baño que duró, al menos, una hora. Al salir vio a un hombre sentado en su hamaca y se acercó apresuradamente para reprenderle con aspavientos y gestos de enfado.
—Me ha costado treinta años encontrarte, Estela. ¡No me recibas con estas malas formas! Ja, ja, ja —enseguida reconoció sus inconfundibles ojos verdes, aunque el paso del tiempo los habÃa rodeado de las primeras arrugas que empezaban a verse en su rostro.
—¡Daniel! —exclamó a media voz y muy sorprendida, tanto por reencontrarse con el amor de su juventud como por haber sido capaz de pronunciar una palabra después de tantos años de silencio.
Ese encuentro se convirtió en visitas diarias en las que Daniel, sentado junto a Estela, en la orilla del mar, le iba arrancando sonrisas y más palabras sueltas que, poco a poco, se irÃan juntando unas con otras para formar frases que derivarÃan, pasadas unas semanas, en largas y placenteras conversaciones.
«Gilda necesitó bastante ayuda psicológica después de la terrible masacre vivida por culpa de un loco racista que se creÃa un dios con el derecho a quitarles la vida a personas inocentes, por el simple hecho de tener un color de piel diferente al suyo.
Pero salió adelante sola, convirtiéndose en una escritora de cierto renombre, y la escritura en su forma de comunicarse con el mundo.
Sola, sin más ayuda que la de las plumas azules que un amor del pasado le empezó a regalar en la época en la que fueron novios, y que siguió enviándole desde la distancia, cada trece de junio, 'DÃa del Escritor y de la Escritora'. Él siempre confió en su potencial más que ella misma. Y para ella, la mujer de las plumas azules, éstas simbolizaban esas frases de ánimo y apoyo que, de vez en cuando, todos necesitamos que alguien nos diga para empujarnos a hacer realidad nuestros sueños, para levantarnos de las caÃdas o, simplemente, para seguir caminando.
Cuando le regaló la primera, le dijo: 'Azul intenso, como el bello horizonte que te auguro como escritora y como el que me has regalado al conocerte'.
Y la vida, caprichosa e imprevisible, los puso en caminos diferentes para volverlos a reunir treinta años después y darles una segunda oportunidad para ser felices juntos».